¿Te arrebató la muerte, oh
hermano lector, un ser a quien amabas entrañablemente y que tal vez era todo
cuanto para tí había en la tierra, por lo que te parece vacío el mundo e inútil
la vida? ¿Te dejó para siempre la alegría, y la existencia sólo puede serte
de aquí en adelante desesperada tristeza, “doloroso anhelo de estrechar una
mano desvanecida y oír el sonido de una voz apagada”? Piensas principalmente en tí mismo y en tu
intolerable pérdida; pero también hay otro afligido. Agrava tu pena la incertidumbre de la
situación en que se halla tu amado, pues sabes que se fue pero no adonde. Confías ardientemente en que es feliz; pero
cuando miras hacia arriba lo ves todo vacío y cuando llamas nadie responde, por
lo que la duda y la desesperación te sobrecogen y forman una nube que oculta de
tu vista al sol sin ocaso.
Muy natural es
tu sentimiento, y, como lo comprendo perfectamente, se llena mi corazón de
simpatía por los afligidos como tú. Sin
embargo, espero hacer algo más que simpatizar con ellos y confío darles la
misma ayuda y consuelo que recibieron miles de otros en tan triste caso. ¿Por qué
no habrías de recibirlos también tú?
Dices: “¿Cómo
podrá haber consuelo ni esperanza para mí?”
Cabe esperar consuelo porque tu tristeza dimana del error de apenarte
por lo que realmente no ha sucedido. Cuando comprendas los hechos cesará tu dolor.
Respondes: “Mi
pérdida es un hecho. ¿Quién podrá auxiliarme a menos que me devuelva al ser amado?”
Comprendo perfectamente
tus sentimientos; pero escúchame un rato y procura abarcar las tres
proposiciones fundamentales que te voy a exponer, primero en líneas generales
de afirmación y después con pormenores convincentes. Las tres proposiciones son:
1.-Tu pérdida es
tan solo un hecho cierto desde el
punto de vista en que te colocas para mirarlo.
Es preciso que te coloques en otro distinto. Tu sufrimiento es resultado de una gran
ilusión, de la ignorancia de las leyes naturales. Por lo tanto permite que te guíe por el
camino del conocimiento, exponiéndote unas cuantas verdades sencillas que más
adelante podrás estudiar a tu comodidad.
2.- No has de
ceder a la inquietud ni a la incertidumbre respecto a la situación de tu amado,
porque ya no es un misterio el más allá de la muerte. El mundo de ultratumba se rige por las mismas
leyes que gobiernan el que conocemos, y ha sido explorado y examinado con
exactitud científica.
3.- No debes
afligirte, porque tu aflicción le hace
daño a tu amado. Si abres tu mente a la verdad
dejarás de afligirte.
Acaso digas
que todo esto no es más que afirmaciones; pero ¿qué fundamento tienen tus actuales creencias cualesquiera que
sean? Las mantienes porque te las enseñó
alguna iglesia o las hallas en el texto de algún libro sagrado, o porque es
creencia general de las gentes y la común opinión de la época. Pero si limpiaras tu mente de prejuicios
verías que esta opinión también se apoya en meras afirmaciones, pues las
iglesias enseñan diversas doctrinas y los textos sagrados se interpretan según
criterios muy opuestos. La común opinión
de la época no se fundó en conocimientos definidos, sino que tan solo es rumor
de palabras dichas al oído; y un asunto que tan de cerca y profundamente nos
atañe es demasiado importante para dejarlo en mera suposición o vaga creencia,
por lo que requiere las seguridades de la investigación y cómputos
científicos. Se ha realizado esta
investigación y este cómputo cuyos resultados voy a exponer. No exijo fe ciega porque afirmo lo que sé por
experiencia, y te invito a su examen.
Analicemos una
tras otra las tres proposiciones. Para
mayor esclarecimiento del asunto conviene decir acerca de la constitución del
hombre algo más de lo que saben quienes no lo han estudiado debidamente. Se dice que el hombre posee un principio inmortal, llamado alma,
que sobrevive a la muerte del cuerpo; pero esto es muy vago y conviene desechar
esta vaguedad para comprender que aunque esta afirmación fuese verdadera
resulta una transposición de la realidad, pues nadie ha de decir: creo que
tengo un alma, sino sé que soy un alma. Porque en verdad el hombre es
un alma que tiene un cuerpo. El
cuerpo no es el hombre sino la vestidura del hombre. La llamada muerte es como desechar un traje
usado y no acaba con el hombre, como tampoco deja éste de ser quien es cuando
se quita el abrigo. Por lo tanto, nadie
pierde al ser amado, sino que sólo pierde de vista la envoltura en que
estaba acostumbrado a verlo. Se ha
desvanecido la envoltura, pero no el hombre que la llevaba, y seguramente lo
que amamos es el hombre y no la vestidura.
Antes de
comprender la situación del ser amado hemos de comprender la propia. Hemos de convencernos de que somos un ser
inmortal de esencia divina, una chispa del Fuego de Dios, que ha vivido durante
siglos antes de envolverse en esta vestidura llamada cuerpo y que vivirá
innumerables edades después de que éste se reduzca a polvo.
“Dios creó al
hombre para que fuese imagen de Su eternidad..”
Esto no es conjetura ni creencia piadosa, sino un definido hecho
científico susceptible de prueba, según inferirá de las obras publicadas sobre
el asunto quien se tome el trabajo de leerlas.
Lo que a la
mayor parte de los hombres les parece toda
la vida es tan solo un día de la
verdadera vida del alma, y lo mismo sucede con los muertos queridos, que no han
muerto, sino que han desechado el cuerpo.
Por lo tanto,
no hemos de figurarnos al muerto como incorpóreo aliento de entidad menor a la
que antes tenía, pues según dijo San Pablo hace siglos: “Hay cuerpos terrenales y cuerpos
celestiales.” Pero las gentes creen que
estos cuerpos son sucesivos, sin advertir que aun ahora poseemos
simultáneamente unos y otros. Todos
tenemos un cuerpo terrenal o cuerpo físico visible y tangible, y otro cuerpo
interno, invisible para la mayoría, que San Pablo denominó ‘celestial’. Al desechar el cuerpo físico subsistimos en
otro vehículo más sutil, en el ‘cuerpo celestial’. Si comparamos el cuerpo físico con una capa o
abrigo, resultará comparable el cuerpo
sutil a la ropa interior que se lleva debajo del traje.
Una vez
aclarada esta idea, demos otro paso adelante.
No tan solo al llegar la llamada muerte nos desprendemos de esta
envoltura de materia densa, sino que cada noche durante el sueño nos deslizamos
de ella por un rato y actuamos en el cuerpo sutil, invisible por lo que
respecta a este mundo denso, pero claramente visible para cuantos al propio
tiempo actúan en sus cuerpos sutiles.
Porque cada cuerpo ve tan solo aquello que está en su mismo nivel. El cuerpo físico sólo ve los demás cuerpos
físicos y el cuerpo sutil no ve más que los otros cuerpos sutiles. Al volvernos a poner el abrigo, es decir, al
restituírnos al cuerpo denso y regresar a este bajo mundo, sucede que
conservamos algún recuerdo, aunque muy desviado, de lo visto en otra situación,
y lo llamamos sueño vívido.
Por lo tanto
podemos decir que el sueño es una especie de muerte temporánea, con la única
diferencia de que no desechamos nuestra envoltura hasta el extremo de no poder
ponérnosla otra vez. De esto se infiere
que durante el sueño estamos en las mismas condiciones que el muerto
querido. Expliquemos ahora esta
condición.
Muchas
opiniones circulan acerca del más allá de la muerte, en su mayor parte apoyadas
en interpretaciones erróneas de las antiguas Escrituras. Hubo tiempo en que toda Europa aceptaba el
horrible dogma de la condenación eterna, en el que ya sólo creen las gentes de
ignorancia crasa.. Esta creencia derivaba
de la tergiversación de unas palabras atribuídas a Cristo y que mantuvieron los
monjes medievales como un espantajo terrorífico para que los ignorantes obraran
bien. Según fue progresando la
civilización mundial, los hombres se dieron cuenta de que semejante dogma no sólo era blasfemo
sino ridículo.
Los teólogos
modernos lo han sustituído por sugestiones más saludables, pero muy vagas y
distanciadísimas de la verdad sencilla.
Todas las iglesias han complicado sus doctrinas porque se empeñan en
partir del deleznable y absurdo dogma de un Dios iracundo, ansioso de
atormentar a sus criaturas. Tomaron esta
doctrina del primitivo judaísmo, en vez de aceptar las enseñanzas de Cristo
respecto a la amorosa paternidad de Dios.
Quienes ya se han percatado de que Dios es amor que gobierna el
universo con sabias leyes eternas, echan
de ver que estas leyes han de regir en el mundo de ultratumba como rigen en
éste.
Pero todavía
son vagas las creencias. Se nos habla de
un lejanísimo cielo y de un día de juicio en remoto porvenir, sin apenas
decirnos nada de lo que ocurre aquí y ahora.
Los mismos catequistas confiesan
su falta de experiencia personal de las condiciones ulteriores a la muerte, y
nos enseñan no lo que por sí mismos saben sino lo que oyeron de otros. ¿Cómo ha
de satisfacernos esto?
La verdad es
que pasaron los días de fe ciega; ha llegado la
era del
conocimiento científico y ya no cabe aceptar ideas reñidas con el buen juicio y
el sentido común. Deben aplicarse los
métodos científicos a la dilucidación de problemas cuyo estudio monopolizó en
tiempos antiguos la religión; y en efecto, la Sociedad Teosófica y la Sociedad
de Investigaciones Síquicas han aplicado estos métodos cuyos resultados
expondré sucintamente.
Somos
espíritus que vivimos en un mundo material que sólo conocemos parcialmente por
medio de sentidos no muy perfectos.
Vemos los cuerpos sólidos y, por lo general., los líquidos, si no son
del todo diáfanos; pero la mayoría de los gases son invisibles para
nosotros. La investigación demuestra que
hay otro estado de materia mucho más sutil que el más tenue gas, pero
inaccesible a nuestros sentidos físicos, de suerte que nada podemos inquirir en
este punto por medios físicos.
Sin embargo
podemos ponernos en contacto con dichos estados de materia e investigarlos,
valiéndonos tan solo del ‘cuerpo celestial’ a que nos referimos, porque tiene
sus órganos de percepción, como los tiene el físico, y aunque la mayor parte de
las gentes no sepan todavía usarlos, todo hombres es capaz de adquirir ese
poder. Sabemos que algunos lo han logrado
y son capaces de ver muchas cosas ocultas a la vista de la generalidad de los
hombres, aprendiendo con ello que este nuestro mundo es mucho más admirable de
cuanto podríamos suponer, y aunque en él viven los hombres desde hace miles de
años, la mayoría desconoce la superior y más hermosa parte de su vida. Las investigaciones a que ya me referí están dando maravillosos
resultados y nos abren cada día nuevos horizontes. Esta información puede entresacarse de las
obras teosóficas; pero aquí nos ocupamos tan solo de los nuevos conocimientos
referentes a la vida de ultratumba y las condiciones a que está sujeta.
En primer
lugar aprendemos que la muerte no es el fin de la vida, como ignorantemente
creen muchísimos, sino tan solo el tránsito de una a otra etapa de la
vida. Ya declaré que la muerte es el
desecho de la envoltura exterior y que el hombre subsiste revestido de la ropa
interior, o sea el “cuerpo celestial”
según lo llamó San Pablo, a causa de su mucha sutileza. Sin embargo, todavía es “cuerpo” y por tanto “material”,
aunque su materia componente sea muchísimo más tenue que todos los estados en
que la conocemos. El cuerpo físico sirve
al espíritu de medio de comunicación con el mundo físico, y sin él no podría
actuar en este mundo ni recibir sus impresiones. De la propia suerte el cuerpo sutil sirve de
medio de comunicación con el mundo sutil, que no es algo vago, lejano e
inasequible, sino sencillamente la parte superior del mundo que ahora
habitamos.
No niego en
modo alguno que hay mundos mucho más
elevados; pero me contraigo a decir que el fenómeno llamado muerte nada tiene
que ver con esos mundos y se limita al tránsito de una condición de vida a otra
en el mundo con el que estamos familiarizados.
Aunque el muerto desaparece de la vista del superviviente, conviene
reflexionar para advertir que tampoco en vida veíamos al verdadero hombre, sino tan solo el cuerpo en que habitaba.
Después de la muerte habita en otro cuerpo más sutil imperceptible a la
vista ordinaria, pero de ningún modo inaccesible en absoluto a nuestro contacto.
Lo primero de que hemos de convencernos es que los llamados
muertos no se han ido lejos de nosotros.
Nos educaron en la cumplida creencia de que la muerte es un hecho
aislado y prodigioso, y que al separarse el alma del cuerpo entra en un cielo
situado más allá de las estrellas, sin decirnos cómo recorre las muy enormes
distancias del espacio. Los
procedimientos de la naturaleza son ciertamente admirables y en gran medida
incomprensibles, pero nunca chocan con la razón ni el sentido común. Al entrar de visita en una casa y quitarnos
el abrigo, no volamos de repente a la cumbre de una montaña, sino que seguimos
en el mismo sitio aunque sea distinto nuestro aspecto exterior. De la propia suerte cuando el hombre desecha
su cuerpo físico queda esencialmente lo mismo que antes, y si no le seguimos
viendo no es porque se haya ido lejos, sino porque el cuerpo que ahora le
reviste es invisible a nuestros ojos físicos.
Es fácil
advertir que la vista normal del hombre sólo abarca un corto número de las vibraciones
lumínicas de la naturaleza, y, por lo tanto, no podemos ver más sustancias que
las que vibran en la escala visual del ojo humano. La vista del cuerpo sutil también es capaz de
percibir las vibraciones lumínicas, pero éstas son de clase enteramente
distinta porque emanan de un tipo de materia muchísimo más sutil.
Pero de
momento nos importa saber que por medio del cuerpo físico podemos ver y tocar
tan solo el mundo físico, mientras que el cuerpo sutil nos permite
relacionarnos con el mundo sutil, es decir, no otro mundo, sino la parte
más refinada de este nuestro mundo.
Repito que hay otros mundos, pero no hemos de tratar de ellos ahora. El muerto a quien creemos ido sigue todavía
con nosotros, aunque cuando estamos lado a lado, él en su cuerpo sutil y
nosotros en el físico, no advertimos su presencia porque no le vemos; pero
cuando durante el sueño dejamos el cuerpo físico nos relacionamos con el muerto
tan plena y conscientemente como acostumbrábamos en vida. Así es que durante el sueño disfrutamos de la
feliz compañía de los muertos queridos y tan solo en las horas de vigilia
sentimos la separación.
Desgraciadamente
en la mayoría de los hombres la conciencia del cuerpo sutil está separada por
un abismo de la conciencia del físico; y así, aunque mientras actuamos en el
primero podemos recordar la actuación en el segundo, no sucede lo mismo a la
inversa, pues la generalidad de las gentes son incapaces de transferir al
estado de vigilia la memoria de la actuación del alma en sueños. Si esta memoria fuese perfecta, no existiría
la muerte para nosotros.
Algunos
hombres han logrado ya esta continuidad de conciencia, y todos pueden
gradualmente adquirirla porque es parte del desenvolvimiento natural de las
facultades anímicas. Hay en quienes ya
apuntó este desenvolvimiento y transfieren recuerdos fragmentarios, que por lo
general no estiman en su valor los que ignoran lo que realmente son los sueños.
Pero aun
cuando sólo unos cuantos tengan vista clara y memoria completa, muchos han sido
capaces de sentir la presencia de sus queridos muertos aun sin verlos; y hay
otros que no obstante su indefinida memoria, despiertan del sueño con un
sentimiento de placidez y felicidad resultante de lo que les ha sucedido en el
mundo superior.
Conviene
advertir que el mundo físico es el inferior, y el mundo sutil a que nos
referimos el superior, y que en este caso lo mayor incluye lo menor. La conciencia sutil recuerda la actuación de
la física, porque como pasamos de ésta a aquella durante el sueño nos
desembarazamos del obstáculo que supone el cuerpo físico; pero al sentirnos
nuevamente en esta vida inferior reasumimos la carga que entorpece nuestras
facultades superiores y sobreviene el olvido.
De esto se infiere que cuando deseemos comunicar algo al muerto querido,
nos bastará formularlo con toda claridad en nuestra mente antes de dormirnos,
con la resolución de decírselo en cuanto lo encontremos.
Otras veces
nos convendrá consultarle algún asunto y en esto tropezamos generalmente con la
discontinuidad entre las conciencias superior e inferior que nos impide obtener
clara respuesta. Pero aunque no logremos
conservar un recuerdo concreto, despertaremos intensamente inclinados hacia su
deseo o decisión, de modo que podemos dar este impulso por verdadero. Al propio tiempo sólo hemos de consultarle lo
más estrictamente preciso, porque, como veremos después, no conviene perturbar
al muerto en su mundo sutil con asuntos concernientes al estado de vida que
acaba de trasponer.
Esto nos mueve
a considerar la vida de los muertos, que ofrece multitud de variaciones, aunque
casi siempre es más feliz que la terrena.
Dice una
antigua Escritura: “Las almas de los
justos están en manos de Dios y no las alcanzará tormento. A los necios les parece que mueren y se
figuran que su partida es infortunio y su apartamiento de nosotros total
aniquilación; pero están en paz.”
Hemos de
rechazar las anticuadas doctrinas que llevan repentinamente al muerto a un
cielo imposible o le hunden en un infierno todavía más imposible. Verdaderamente no hay infierno en el antiguo
e inicuo concepto de esta idea, pues no hay más infierno que el forjado por el
mismo hombre.
Conviene
comprender con toda claridad que la muerte no altera el carácter del hombre, ni
le convierte de repente en santo o ángel, ni le infunde plena sabiduría, sino
que sigue siendo el mismo hombre de la víspera de su muerte, con sus mismas
emociones, la misma disposición y el mismo grado intelectual. No hay otra diferencia que el no tener ya
cuerpo físico.
Reflexionando
sobre el particular veremos que esto significa absoluta liberación de las
contingencias de dolor y agobio y de todo deber tedioso, con entera libertad
(acaso por primera vez en la vida) de hacer exactamente su gusto. En la vida física está el hombre sujeto a restricciones
de continuo, y a no ser que pertenezca a la exigua minoría de quienes cuentan
con medios de vida independiente, se ve en la necesidad de trabajar para
subvenir a sus necesidades y a las de su familia. En pocos casos, como por ejemplo en el del pintor
o el músico, el trabajo es gozo para el hombre; por lo general son tareas a las
que no se dedicaría
seguramente si
no se viese obligado a ello.
En el mundo
sutil de nada sirve el dinero ni son necesarios el alimento, el vestido ni la
habitación, porque su gloria y su belleza están a la disposición gratuita de
todos sus moradores. Envuelto en el
cuerpo sutil el hombre puede moverse a su albedrío entre la materia sutil del
mundo superior, y si gusta de las bellezas panorámicas forestales o marítimas
puede visitar a su placer los más hermosos parajes de la tierra; si es amante
del arte, puede contemplar a su sabor las obras maestras de los más insignes
artistas del mundo; si ama la música, nadie le impedirá escuchar cuantos
conciertos ejecuten las mejores orquestas sinfónicas o podrá deleitarse
escuchando a los más hábiles instrumentistas.
Queda entonces en libertad de disfrutar de lo que en vida fue su
deleite, su delicia como suele decirse, y gozarse plenamente en ello, con tal
de que el objeto de gozo sea únicamente mental o emocional y para cuya
satisfacción no se necesite el cuerpo físico.
Así vemos que todo hombre honrado y sensato es incomparablemente más
feliz después de la muerte que antes de ella, porque no sólo dispone de todo el
tiempo para su descanso recreativo, sino que puede progresar considerablemente
en el ramo de su predilección.
Pero, ¿nadie es infeliz en este mundo sutil? Seguramente que sí, pues la vida en él es una
consecuencia de la que se llevó en este mundo físico, y el hombre continúa
siendo en todos los aspectos el mismo que era antes de desprenderse del cuerpo
físico. Si sus goces en la vida terrena
fueron viles y groseros, se verá incapaz de satisfacer sus deseos en el mundo
sutil. Un beodo sufrirá de inextinguible
sed, porque ya no dispondrá de un cuerpo con que apagarla; el glotón perderá
los placeres de la mesa; el avaro no podrá amasar caudales. El que durante la vida terrena cedió a
innobles pasiones, seguirá roído allí por ellas. El sensual palpitará de concupiscencias
imposibles de satisfacer; el envidioso se consumirá de impotente envidia. Todas estas gentes sufrirán sin duda alguna,
aunque sólo aquellos cuyas lubricidades y pasiones fueron de índole grosera y
terrenal. Sin embargo aun estos son
dueños de su destino, pues con tal de vencer estas inclinaciones se librarán
del sufrimiento que entrañan. Recordemos
que el castigo no es ni más ni menos que el resultado natural de una causa
definida, por lo que basta extirpar la causa para que cese el efecto, si no
inmediatamente, tan pronto como se agote la energía de la causa.
Hay otros que
evitaron la caída en vicios degradantes, pero que vivieron mundanamente,
cuidando tan solo de las frivolidades y convencionalismos sociales, con el
único pensamiento de divertirse. Estas
gentes no tendrán pena muy viva en el mundo sutil, y sin embargo será para
ellos tedioso y aburrido, como si el tiempo colgase pesadamente sobre sus
manos, y aunque se reúnan con otras gentes de la misma clase no tendrán ocasión
de ostentar lujosos trenes de vida, ni porfiar en atavíos, mientras que por
otra parte no serán capaces de ganar el trato y confianza de las entidades
atareadas provechosamente. Por el
contrario, el hombre de gustos intelectuales y artísticos se hallará muchísimo
más feliz fuera de su cuerpo físico que en él, y conviene recordar al efecto
que siempre puede el hombre fomentar durante la vida terrena algún interés, si
tiene bastante juicio para proponérselo y lograrlo.
El artista y
el intelectual son indeciblemente felices en la otra vida; pero a mi entender
todavía lo son más quienes concentraron todo su interés en servir al prójimo y
cuyo mayor deleite fue ayudar, socorrer y enseñar; pues en el mundo sutil ya no
hay penuria ni hambre, ni sed ni frío, sino afligidos a quienes consolar e
ignorantes a quienes instruir.
Precisamente por el escaso conocimiento que se tiene en los países
occidentales del mundo de ultratumba, hay en él muchos necesitados de enseñanza
respecto a las condiciones y posibilidades de la nueva vida, por lo que quien
la conoce puede difundir entre los demás la esperanza y la alegría como ocurre
en el mundo terrestre. Porque hemos de
recordar siempre que los términos “allí” y “aquí” se emplean para suplir nuestra
ceguera, ya que el mundo sutil está aquí, en nuestro inmediato alrededor, y ni
siquiera por un momento cabe suponerlo lejano o inaccesible.
Alguien
preguntará: ¿Nos ven los muertos? ¿Oyen lo que decimos?
Indudablemente nos ven, en el sentido de que siempre son conscientes de
nuestra presencia y saben si somos dichosos o infortunados; pero no oyen lo que
decimos ni conocen al por menor nuestras acciones. Comprenderemos los límites de su visión al
considerar que están revestidos del cuerpo sutil, cuyo aspecto exterior es una
exacta reproducción del físico, y que también los vivientes en la tierra
tenemos dicho cuerpo sutil, aunque en vigilia tengamos concentrada la
conciencia en el físico.
Ya dijimos que
así como el cuerpo físico es capaz de percibir
la materia física, el cuerpo sutil sólo puede percibir la materia de su
propia índole. Por lo tanto los muertos
nos ven en el cuerpo sutil cuyo reconocimiento no es difícil. Durante el sueño estamos despiertos en el otro
mundo y nuestra conciencia se concentra en el cuerpo sutil; pero cuando la
transferimos al físico, le parece al muerto que nos dormimos, pues aunque nos
sigue viendo no le hacemos caso ni somos capaces de relacionarnos con él. Cuando un viviente se queda dormido, nos
percatamos sin duda de su presencia, pero mientras duerme no podemos
comunicarnos con él; tal es la situación del vivo en vigilia a los ojos del
muerto. La ilusión de que hemos perdido
al ser amado, proviene de no recordar en vigilia lo que vimos en sueños; y en
cambio los muertos no padecen esta ilusión porque nos están viendo de
continuo. La única diferencia consiste
en que estamos con ellos durante la noche y separados durante el día, mientras
que ocurría al revés cuando convivíamos en la tierra.
Ahora bien, el
cuerpo que San Pablo llama “celestial” y aquí hemos llamado “sutil”,
recibe la denominación más apropiada de cuerpo astral o la todavía más
exacta de cuerpo emocional, porque es el vehículo de
nuestros sentimientos y emociones; y precisamente estos sentimientos y
emociones es lo que con mayor claridad mostramos a los ojos del muerto, que al
instante advierte si estamos alegres o tristes, aunque no le quepa descubrir la
causa de nuestra alegría o tristeza.
Desde luego que esto ocurre durante nuestras horas de vigilia, pues
mientras dormimos conversan con nosotros como antes en la tierra.
En el mundo
físico podemos disimular nuestros sentimientos; en el mundo sutil es imposible
disimularlos porque instantáneamente se muestran en cambio visible, así como
también los pensamientos relacionados con nuestros sentimientos, aunque no se
descubren todavía en dicho mundo los pensamientos abstractos.
Seguramente,
se dirá el lector, que poco se parece todo esto al cielo y al infierno cuyas
ideas nos inculcaron en la infancia; pero tal es la realidad subyacente en las
alegorías de estos mitos. Aunque no
existe el infierno según nos lo describe la leyenda, es fácil advertir que el
beodo y el lascivo se están preparando un infierno no muy distinto del
legendario, con la diferencia de no ser eterno, pues sólo dura hasta la
consunción de los malos deseos, y aun cabe limitar su duración si el hombre es
lo bastante viril y prudente para dominarlos y sobreponerse desde luego a
ellos. Esta es la verdad subyacente en el dogma católico del purgatorio, o sea
que después de la muerte han de consumirse en fuego y sufrimiento las malas
cualidades del difunto, antes de gozar de la bienaventuranza celeste.
Hay después de
la muerte un segundo y superior estado de vida que se corresponde muy
cercanamente con el concepto racional del cielo. Se alcanza este nivel superior cuando ya se
han consumido en absoluto todos los aspectos bajos y egoístas. Entonces pasa el hombre a una condición de
éxtasis religioso o de elevada actividad intelectual, según la naturaleza y
dirección que siguieron en vida sus energías.
Este es para él un período de suprema dicha, de mucha mayor comprensión
y más cercano a la realidad. Pero esta
dicha acaban por gozarla todos y no exclusivamente los piadosos.
De ningún modo
hemos de considerar la dicha celeste como recompensa, sino como inevitable
resultado del carácter que el hombre fue formándose durante su vida. El hombre henchido de elevado e inegoísta
afecto o devoción, de poderosa mentalidad intelectual o artística, tendrá por
inevitable resultado de su desarrollo la felicidad celeste. Pero conviene advertir que todos estos
estados son etapas de una misma vida, y que así como la conducta del
hombre durante la juventud determina las
condiciones de su virilidad y vejez, así también la conducta del hombre durante
la vida terrena determina las condiciones en que ha de pasar los estados de
ultratumba. Preguntará el lector: ¿Es
eterna esta felicidad? No, porque según
queda dicho es el resultado de la vida terrena y una causa finita nunca puede
producir un resultado infinito.
La vida del
hombre es mucho más larga y amplia de lo que generalmente se cree. La chispa surgida de Dios, ha de volver a
Dios, y, sin embargo, estamos muy lejos de la perfección divina.
Toda vida
evoluciona porque la evolución es ley de Dios, y el hombre evoluciona lenta y
seguramente con los demás seres. La que
llamamos vida humana sólo es en realidad un día de su verdadera vida. Así como en la vida terrena el hombre se
levanta cada mañana, se viste y reanuda sus tareas cotidianas para, al llegar
la noche, desnudarse, dormir y volverse a levantar para proseguir su labor
donde la dejara el día anterior, así también cuando el hombre viene al mundo
físico se pone las ropas del cuerpo carnal, y una vez concluída la jornada se
quita el vestido en la llamada muerte y pasa a la más tranquila condición ya
descrita; pero acabado el descanso vuelve a ponerse otra vez el atavío carnal y
empieza un nuevo día de vida terrena reanudando su evolución en el punto en que
la dejara. Esta prolongada vida dura
hasta que el hombre alcanza la perfección que Dios le señaló.
Todo cuanto
queda dicho le parecerá extraño y grotesco al que por primera vez lo lea; pero
todo puede comprobarse y ha sido atestiguado muchas veces.(*)
Se suscitará
la duda de si los muertos están o no ansiosos por la suerte de quienes dejaron
en la tierra. Algunas veces les perturba
esta ansiedad que demora su adelanto, por lo que hemos de evitar en lo posible
darles ocasión para ello. El muerto ha
de quedar enteramente libre de toda preocupación sobre la vida pasada, de modo
que pueda entregarse por completo a su nueva existencia. Así es que cuantos estuvieron en la tierra
bajo el cuidado y consejo del muerto, deben ya pensar por sí mismos, pues de
seguir dependiendo mentalmente de él, estrecharían los lazos que le ligaban con
el mundo de que acaba de salir. Por esto
es siempre obra especialmente benéfica prohijar los huérfanos que un padre deja
al morir, pues de esta manera no sólo beneficia a las criaturas, sino que
además alivia a los padres muertos y les ayuda a seguir su camino.
Si en vida
creyó el difunto en absurdas y blasfemas doctrinas religiosas, sufrirá la
incertidumbre respecto a su destino; pero por fortuna hay en el mundo sutil
muchas entidades ocupadas en tranquilizar a quienes sufren esta clase de
ilusiones, explicándoles razonadamente los hechos. No sólo se dedican a esta labor entidades ya
fallecidas en la tierra, pues también hay muchos vivientes que aprovechan el
sueño de su cuerpo físico para apaciguar el ánimo de cuantos gimen de
inquietud, declarándoles la verdad en toda su belleza. El sufrimiento dimana de la ignorancia; al
disipar la ignorancia se desvanece el sufrimiento.
Uno de los más
tristes casos de pérdida aparente es cuando la muerte aflige a los padres junto
a una cuna vacía del hijo. ¿Qué les sucede a los niños en el mundo sutil? De cuantos entran en él son tal vez los más
felices y los que más pronto y cumplidamente se ven en su propia patria. Recordaremos que no pierden a sus padres,
hermanos y compañeros queridos, ni sienten la separación, porque siguen jugando
con ellos por la noche en vez de por el día.
Pero tampoco durante el día quedan solos, porque en el mundo sutil como
en el físico los niños se juntan con los niños y juegan en aquellos campos
elíseos henchidos de indecibles delicias.
Sabemos que en la tierra gustan los niños de representar tal o cual
personaje histórico o ser protagonistas de toda clase de cuentos de hadas y
relatos de aventuras. En la materia del
mundo sutil los pensamientos toman forma visible y así el niño que se imagina
ser tal o cual héroe, tomará temporáneamente su aspecto. Si anhela un castillo encantado, su
pensamiento lo levantará, y si es su deseo mandar un ejército se aparecerá el
ejército. Así entre los muertos están
siempre gozosos los niños y a menudo son bulliciosamente felices.
Los niños de
distinta índole, cuyos pensamientos se dirigen
con mayor naturalidad a materias religiosas, tampoco dejan de satisfacer
sus anhelos. Porque los ángeles y santos
no son piadosas fantasías de leyendas doradas, sino que quienes creen en ellos
y necesitan su ayuda, se verán atraídos hacia ellos y los hallarán más
benévolos y gloriosos que cuanto le cupo soñar a la imaginación. Aun los que quisieran ver a Dios cara a cara
no sufren desengaño, porque los instructores les enseñan cariñosamente que
todas las formas son formas de Dios, pues por doquiera está Dios, y quienes
sirven y ayudan a la más ínfima criatura son verdaderos siervos y colaboradores
de Dios. Los niños que gustan de ser
útiles, de ayudar y consolar, tienen amplio campo para tal ayuda y consuelo
entre los ignorantes de aquel mundo sutil, y a medida que operan en sus
gloriosos campos, con sus mensajes de amor y compasión, aprenden la verdad de
la antigua y hermosa enseñanza: “Porque
cuanto hiciereis por uno de estos mis hermanos, conmigo lo hicisteis.”
¿Y los niños de pecho, que son demasiado chiquitines para
jugar? No hay que apesadumbrarse por
ellos, pues más de una madre muerta está en espera de estrecharlos contra su
pecho y acogerlos y amarlos como si fueran sus propios hijos. Generalmente estos pequeñuelos permanecen
poco tiempo en el mundo sutil y vuelven a tierra para renacer algunas veces de
los mismos padres. Acerca de los niños
en la primera infancia, los monjes medievales inventaron la horrorosa sugestión
de que los niños muertos sin bautizar quedaban en eterna inconsciencia y
perdidos para sus padres y amigos; pero aunque el bautismo es un verdadero
sacramento y tiene su utilidad, nadie afirmará con buen juicio que la omisión
de una fórmula como ésta altere la eterna ley divina o convierta al Dios de
amor en cruel tirano.
Hemos dicho
que sólo es posible relacionarnos con los muertos si nos elevamos a su nivel
durante el sueño. Este es el método
normal y natural; pero hay también el método anormal y artificioso del
mediumnismo por cuyo influjo vuelve a revestirse el muerto, por unos instantes,
de cuerpo carnal para hacerse visible a los ojos físicos. Los estudiantes de ocultismo rechazan este
método, no sólo porque retiene al muerto en el camino de su evolución,sino por
el mucho margen que deja al fraude y a la superchería.
Hay casos en
que los muertos veulven espontáneamente a la tierra y se manifiestan de
diversos modos, sobre todo cuando necesitan que hagamos algo por ellos. En estos casos lo mejor es averiguar lo más
pronto posible qué desean, y llevarlo a cabo con objeto de que sus mentes se
restituyan al descanso.
Comprendiendo
cuanto queda dicho, fácil será convencerse de que por muy natural que nos
parezca la aflicción por la muerte de nuestros parientes y amigos, es un error
y un daño, por lo que debemos sobreponernos a ella.
No hay
necesidad de afligirnos por los muertos, pues han pasado a más amplia y mejor
vida. Cuando nos afligimos por nuestra
supuesta separación de ellos, en primer lugar lloramos por una ilusión, pues
realmente no se han separado de nosotros; y en segundo lugar procedemos por
egoísmo,
porque pensamos más bien en nuestra aparente pérdida que en su grande y
verdadera ganancia. Hemos de esforzarnos
en ser enteramente inegoístas, como en efecto ha de ser el amor.
Debemos pensar
en ellos y no en nosotros; no en lo que nosotros deseamos o sentimos, sino tan
solo en lo que mejor les convenga y más poderosamente les ayude a progresar.
Si nos
afligimos, si cedemos a la melancolía y al desaliento, extenderemos una espesa
nube que les oscurecerá el cielo, y su afecto y simpatía hacia nosotros padece
por efecto de este horrible influencia.
Con sólo quererlo podemos aprovechar la fuerza que nos da el afecto para
ayudarlos en vez de entorpecerlos; mas esto requiere valor y abnegación. Hemos de olvidarnos de nosotros en prenda de
nuestro ardiente y amoroso deseo de servir con la mayor eficacia posible a
nuestro querido muerto. Todo
pensamiento, toda emoción, todo sentimiento nacido de nosotros, influye en
ellos, y así hemos de procurar que todos nuestros pensamientos realcen,
auxilien, ennoblezcan y purifiquen.
Si acaso
tuvieran alguna inquietud respecto de nosotros, mostrémonos siempre jubilosos
para darles la seguridad de que no necesitan conturbarse por nosotros. Si en vida no recibieron información verídica
de la existencia ultraterrena, procuremos nosotros asimilarla para transmitírsela
en nuestras conversaciones nocturnas.
Puesto que nuestros pensamientos y sentimientos se reflejan tan
fácilmente en los suyos, cuidemos de que sean siempre alentadores. “Si
conocéis estas cosas, benditos seréis si las practicáis.”
Tratad de
comprender la unidad de todos los seres. Hay
Hay un solo Dios y todo es uno en Él. Si logramos sentir la unidad del eterno Amor, ya no será posible la aflicción en nosotros, porque no sólo para nosotros sino también para quienes amamos, comprenderemos que en vida y en muerte somos de Dios, y que en Dios vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser, tanto en este mundo como en el otro. La aflicción por los muertos denota ignorancia y falta de fe. Cuanto mayor sea nuestro conocimiento, mayor también será nuestra confianza, porque sentiremos con perfecta certidumbre que nosotros y nuestros muertos estamos por igual en manos del perfecto Poder y de la perfecta Sabiduría, dirigidos por el perfecto Amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario